RECUPERANDO LA REALIDAD
China es vulnerable como cualquier otro país

China es vulnerable como cualquier otro país
30/08/2015 |

Decenas de analistas y expertos en China han repetido durante años que el Partido Comunista podía gestionar a los mercados. La Bolsa acaba de pellizcarles en medio de ese sueño feliz: China es tan mortal como cualquiera.

Porque durante años se ha ido configurando un culto religioso que asegura que la 2da. potencia mundial es prácticamente invulnerable a las crisis, internas o externas, y que su gigantesca chequera puede compensar con creces todo lo que se les escape a sus omniscientes reguladores. El ocaso de los ídolos que los analistas occidentales -con ayuda de los canonizados- han contribuido a crear siempre resulta aparatoso y excesivo.

Recuerda Christopher Balding, China está viviendo al mismo tiempo la reestructuración forzosa de más de 540.000 millones de euros de deuda y tratando de evitar un estallido devastador de su burbuja inmobiliaria.


A los analistas occidentales les gusta crear unos ídolos que, como Moisés, sean capaces de dominar y dividir las aguas del Mar Rojo transfigurado en este caso en acciones, bonos y hasta en la economía nacional. A largo plazo, esas divinidades con bolas de cristal o puños de hierro se ven desbordadas; entonces, y esto es algo que dice muy poco de nosotros, las censuramos y reprendemos por habernos defraudado y procedemos a su lapidación simbólica en la plaza pública. Obviamos así la responsabilidad de haberlas idolatrado y de haberles dedicado un culto casi religioso durante años.

Eso es lo que ha empezado a ocurrir con el Partido Comunista de China y de ahí viene la furia que se ha desatado en las principales páginas de la prensa internacional. No les perdonan que no hayan estado a la altura de unos estándares imposibles que los propios reguladores del mercado, mientras les fue bien, compartían con soberbia. Los herederos de Deng Xiaoping decían que podían domar a la fiera de los capitales financieros que nadie había conseguido hacer durante siglos ni en Europa, ni en Asia, ni en América. Parecían convencidos de que esta vez sería diferente aunque contradijeran con ello todas las evidencias que Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff, a pesar de sus errores con el Excel, habían recopilado tras estudiar cuidadosamente ocho siglos de crisis devastadoras.

Muchos de los expertos en el mercado chino se dividían, hasta hace poco, esencialmente en dos grandes grupos: los que creían en los planes quinquenales y en la idea de que las instituciones comunistas serían capaces de gobernar siempre los instintos animales del mercado porque lo habían conseguido hasta ahora (apuntaban con frecuencia a treinta años de crecimiento anual de dos dígitos y al exitoso rescate de los bancos en 1998 y 2004); y los que se mostraban convencidos de que las reservas en moneda extranjera y la relativamente baja deuda pública permitirían acolchar y convertir en un aterrizaje suave cualquier embestida a golpe de chequera pública (evitar una gran crisis, pensaban, era sólo cuestión de dinero… y los chinos tenían los bolsillos a reventar).

Había, por supuesto, un tercer grupo numeroso que ayudó, indirecta e involuntariamente, a que los dos primeros se volviesen cada vez más abundantes. Durante la última década, economistas tan perspicaces y sensatos como Michael Pettis han exigido reformas profundas y urgentes aunque enfriasen la economía con el fin de evitar una hecatombe financiera a medio y largo plazo.

Pettis no fue el único ni el más radical, porque otros expertos como Gordon Chang o James Gorrie se atrevieron a proclamar un colapso casi inevitable. Incluso brillantes politólogos como Minxin Pei aseguraron que la apertura incremental del viejo imperio a la globalización estaba condenada a fracasar, y que el pueblo pagaría la imprudencia de unos líderes que habían intentado un gradualismo imposible en vez de abrazar de una vez la libertad económica. La forma en la que los acontecimientos refutaban a corto y medio plazo las profecías de los supuestos agoreros reforzaron las filas y la euforia de los que creían que Hu Jintao o Xi Jinping eran invencibles.

Problemas de fe

Como sabemos, la euforia puede tener efectos tan devastadores como la depresión y, muchas veces, van de la mano. El pasado 8 de junio el principal indicador de la Bolsa de Shanghái estuvo a punto de alcanzar los 5.180 puntos y casi cuatro semanas después, el 6 de julio, cerró la sesión con menos de 4.000 puntos. Ese mes demoledor empezó a sembrar dudas donde antes apenas cabían más que brindis y certezas.

Entre el 8 y el 26 de julio, el fondo soberano China Securities Finance Corp invirtió presuntamente más de 26.000 millones de euros al día para compensar la estampida de los inversores, que salían del mercado como si hubiese un incendio que les quemase las chaquetas. Mientras tanto, el banco central ha intervenido durante la última semana de agosto con una contundencia brutal inyectando 20.300 millones de euros y manteniendo los tipos en mínimos históricos, y las autoridades han seducido supuestamente a cientos de los brókeres locales para que creen una falsa demanda y mitiguen la sangría, han cerrado las puertas a nuevas salidas a Bolsa y ha suspendido la cotización de alrededor de 1.300 empresas, casi la mitad del total.

Ahí estaban efectivamente todos los cañones desplegados del ejército económico chino, la misma artillería que caracterizaba, según tantos analistas, a una armada invencible. Precisamente por eso el hecho que vamos a narrar, y que luego se ha repetido, dejó totalmente desconcertados y furiosos a muchos analistas. El lunes 26 de julio, después de más de un mes de lucha a brazo partido con las embestidas de los capitales financieros, ocurrió algo inesperado: los cañones del Estado comenzaron a dar síntomas de agotamiento pero no por falta de balas de dinero, sino, aparentemente, porque el Gobierno o se planteaba una retirada táctica o simplemente no estaba seguro de la estrategia a seguir. Beijing, por primera vez en mucho tiempo y ante el asombro de sus creyentes, parecía empezar tener problemas de fe.

Por supuesto, esas dudas serían totalmente lógicas si el tiempo y la publicación de las comunicaciones de la plana mayor del Partido Comunista las confirmasen al final. Hablamos de un país que había perdido, según algunas estimaciones, algo más de nueve billones de euros de riqueza en julio y junio gracias no sólo al desplome del mercado bursátil sino también al salvaje gasto público que habían forzado a hacer a su principal fondo soberano y a los cuatro grandes bancos estatales sobre todo. No sólo eso: como recuerda el experto Christopher Balding, China está viviendo al mismo tiempo la reestructuración forzosa de más de 540.000 millones de euros de deuda y tratando de evitar un estallido devastador de su burbuja inmobiliaria. La armada de Beijing vive un auténtico asedio en múltiples frentes. Esta pesadilla también habría hecho dudar y retorcerse a un estratega como Napoleón. ¿Por qué no iban a dudar los poderosos estrategas chinos?

El motivo es obvio. Porque durante años se ha ido configurando un culto religioso que asegura que la 2da. potencia mundial es prácticamente invulnerable a las crisis, internas o externas, y que su gigantesca chequera puede compensar con creces todo lo que se les escape a sus omniscientes reguladores. El ocaso de los ídolos que los analistas occidentales -con ayuda de los canonizados- han contribuido a crear siempre resulta aparatoso y excesivo.

Recordemos la amarga caída, por ejemplo, del ex presidente de la Reserva Federal estadounidense entre 1987 y 2006. Alan Greenspan sonreía modestamente mientras algunos periodistas lo llamaban “maestro”, en riguroso italiano, para significar lo que tantos pensaban: que era capaz de conducir los mercados con su asombrosa y grácil batuta. Pocos años después de su marcha, en 2010, ya se había forjado el consenso entre los economistas de que las medidas de Greenspan habían inflado furiosamente la burbuja que después estalló como un brutal terremoto. El viejo maestro se retiró de la escena en 2013 haciendo una dura autocrítica en su libro y en un artículo en la revista Foreign Affairs: lo tituló Never saw it coming. Era culpable de no haber visto venir lo que no vio casi nadie, es decir, la peor crisis económica mundial de los últimos ochenta años.

Si Greenspan mereció aquella hoguera después de contribuir durante casi dos décadas al crecimiento de su país, quizás debamos plantearnos, analistas y ciudadanos en general, si no tenemos nosotros alguna responsabilidad sobre los ídolos que elevamos para luego arrojarlos al fuego cuando no cumplen unas expectativas casi imposibles. Especialmente, cuando el cumplimiento de esas expectativas- igual que su idolatrado éxito anterior- ni siquiera depende de ellos. Moisés contó con la ayuda de Dios para abrir las aguas del Mar Rojo y se llevó todo el mérito. Beijing no tendrá esa suerte.