LA REVOLUCIÓN CONTRA GADAFI
Libia Especial: Crónica de las batallas de Brega y Benghazi

Libia Especial: Crónica de las batallas de Brega y Benghazi
05/03/2011 | Jon Lee Anderson se encuentra en el escenario, protagonista privilegiado de los acontecimientos libios, que relata en el semanario New Yorker. Buena traducción de sus crónicas en Brega y Benghazi de la web digital El Puerco Espin.  

por JOHN LEE ANDERSON

BREGA (New Yorker). El miércoles 03/03, después de días suspendido en un mal definido limbo político, el territorio “liberado” de Libia Oriental adquirió durante varias horas un frente occidental en una guerra real, con disparos. Ya desde el ataque aéreo del lunes a un depósito de armas al oeste de Benghazi, la capital de “Libia Libre”, la tensión había ido en ascenso. Esta mañana llegó la noticia de que un gran convoy armado de milicianos de Gadafi había invadido la ciudad petrolera de Brega, unas ciento cincuenta millas al sudoeste de aquí. Se decía que habían venido de Sirt, la ciudad natal de Gadafi y principal bastión gubernamental entre Benghazi y Trípoli.

Me dirigí a Brega con unos pocos acompañantes. Rumbeamos al oeste a través de un paisaje desértico, su monotonía solo aliviada por unos pocos pastores con sus rebaños, cables eléctricos y, en algún punto, un deprimentemente vasto desarrollo utilitario para la “nueva Benghazi”, que estaba siendo construido en la llanura por los chinos –una grilla sin alma de cientos y cientos de edificios de departamento de cemento gris sin terminar.

En Ajdabiya, una oscura parada a una hora de camino, descubrimos alguna actividad alrededor del hospital. Un grupo de médicos y voluntarios pululaba excitado; todos gritaban a la vez. Había lucha en Brega, dijeron; estaban enviando ambulancias. Las ambulancias rugieron hacia allá, y las seguimos.

En las afueras de Ajdabiya había una escena teatral en el doble arco verde cubierto con dichos del “Libro Verde” de Gadafi, que marca la salida de la ciudad. Cientos de autos y pick-ups se habían detenido y, a cada lado del camino, la gente manejaba –y aprendía cómo manejar—baterías antiaéreas, urgida por una muchedumbre de hombres y muchachos que esgrimían machetes, cuchillos de carnicero, Kalashnikovs y revólveres, cantando, celebrando, y gritando “Dios es grande”. Más y más voluntarios comenzaron a llegar, corriendo a toda velocidad para unirse a la multitud bajo las puertas, exhibiendo sus armas. Algunas veces, la multitud les arrojaba agua, aparentemente una bendición libia.

Algunos colegas de varias nacionalidades –norteamericanos, rusos, egipcios, belgas, franceses e italianos—tomaban notas y fotografías en medio del caos. Cada tanto, un arma disparaba, y brotaba un gran rugido de aprobación cuando, al fin, uno de los servidores novatos de las baterías antiaéreas apuntaba y detonaba un estallido terriblemente alto y exultante hacia el cielo. Una gran detonación del otro lado de la carretera puso a decenas de hombres a correr. ¿Venían? No. Alguien había disparado mal un arma y se había herido.

Después de un rato, grupos de combatientes partieron con un rugido hacia Brega y los seguimos. Una hora más, y fuera del camino, apareció Brega, una ciudad petrolera todo-del-mismo-color-salmón que contiene algunas residencias y una universidad, donde la lucha tenía lugar. Podíamos oírla ahora –grandes explosiones y golpes que sonaban como morteros—y había estallidos de humo gris, también, en la distancia. El desierto aquí era ondulado, salpicado de arbustos como artemisa.

Seguimos a algunos amigos que estaban más adelante en el camino que corría junto al mar –hermosas aguas para snorkel allí—y nos encontramos en una suerte de frente de batalla súbito. Cientos de combatientes corrían con armas y R.P.G.s y granadas de mano; trepaban los médanos junto al camino para mirar hacia, y disparar sobre, la universidad, donde se decía que estaba la gente de Gadafi; y yendo y viniendo por la cornisa en jeeps, autos y pick ups en las que se habían montado ametralladoras pesadas. Cada vez que aparecía algún combatiente, la gente cantaba slogans y hacía el gesto de la “V”. Una pick up rugió al pasar junto a nosotros hacia la ciudad, con varios muertos en la caja. Un par de jets –Mirages o MiGs, no podría decir— aparecieron sobre nosotros e hicieron algunas pasadas, bombardeando una vez, justo sobre los médanos. Un amigo que empezó a seguir a algunos combatientes hacia lo alto de un médano volvió un minuto después diciendo que los jets habían atacado muy cerca de donde caminaban.

Una gran sartén de arroz y pollo fue traída y ofrecida, seguida por pequeños vasos de té caliente y dulce; los hombres se acuclillaron junto a un vehículo para almorzar en el camino bajo el sol abrasador.

En el frente mismo, donde un par de automóviles había recibido disparos y nadie se había atrevido a conducir más allá, un gran número de cartuchos de municiones antiaéreas se hallaba desparramado sobre el camino. Un hombre levantó uno, vino a nuestro auto y dijo: “Vamos a meterla en el culo de Gadafi”. Y levantó el pulgar.

Después de un rato, sobrevino una suerte de monotonía; aún estaba el golpetear de la artillería pero era esporádico, y la mayoría de los combatientes se había metido en sus vehículos y vuelto hacia la ciudad. Dijeron que la lucha se había movido hacia allá, más cerca de la universidad misma, donde los milicianos de Gadafi habían preparado su ataque más temprano. Los seguimos y eventualmente encontramos la universidad, que estaba muy tranquila. Los milicianos se habían ido –después de su día turbulento, habían renunciado y regresado a Sirt en su convoy, dijo alguien. Los combatientes que los habían perseguido, delante de nosotros, también se habían desvanecido. Marchamos en su busca.

Nos detuvimos junto al mar, donde levanté una caja de municiones –tenía impresos varios números y el cartel “D.P.R. of Korea”—, y luego regresamos hacia la carretera principal. Un gran número de hombres se había reunido bajo un gran anuncio de Gadafi y, en una escena festiva similar a la de las afueras de Ajdabiya, disparaban sus armas y cantaban victoria. Muchos arrancaban pedazos del cartel, en una parte del cual todavía era visible el rostro de Gadafi.

Algunos voluntarios pasaban entre la multitud ofreciendo cartones de jugo y barras de pan, cuando, de repente, un jet aulló por encima y arrojó una bomba. Aterrizó poco más allá de los autos estacionados, a unos cincuenta o sesenta pies, y lanzó una enorme nube de humo y vidrio y polvo. Todo el mundo corrió. Observé cómo explotaba la bomba. Increíblemente, nadie resultó herido; entonces, todo el mundo, horrorizado, corrió hacia sus vehículos y escapó –de regreso a Brega, Ajdabiya, Benghazi. El parabrisas de nuestro automóvil tenía una nueva telaraña de grietas, pero mis acompañantes y yo estábamos intactos. (Más tarde, en Benghazi, escuchamos explosiones a lo lejos, que hicieron ladrar a los perros).

A último momento, en medio del caos y el humo, unos pocos hombres se reunieron y comenzaron a cantar triunfalmente otra vez, pero el mensaje del jet, o su error por poco –lo que sea que fuera–, había tenido su efecto. Oí a alguien decir: “La puta que te parió, Gadafi. Ahora vamos a conseguir una zona de exclusión aérea”.


Benghazi (1)

Benghazi es una ciudad en el limbo, un lugar de rumores y, con Muammar Gadafi todavía aferrándose al poder en Trípoli, llena de expectativas sobre más dramas por venir. Pero la “revolución” de abogados, hombres de negocios y jóvenes que barrió al régimen de Gadafi en esta ciudad la semana pasada todavía se esfuerza por encontrar una voz coherente; todavía tiene que generar un liderazgo visible. De acuerdo con Abdel Hafiz Goka, un juez que es el vocero apenas designado del consejo revolucionario de la ciudad y el primer miembro nombrado del nuevo “consejo nacional” interino de Libia, esto no es consecuencia de la confusión, sino de unas consultas en marcha. La fuerza militar rebelde, mientras tanto, ha intentado recuperar las armas robadas por la ciudadanía de las varias guarniciones incendiadas de Benghazi para formar un ejército y “marchar sobre Trípoli”.

Más allá de la atmósfera festiva que continúa a lo largo de la costanera cubierta de graffiti –donde el consejo revolucionario ha montado su cuartel–, Benghazi apenas funciona. Sus tiendas y negocios están, en su mayoría, cerrados y hay poca gente en las calles. Los automóviles aceleran por todas partes, sin embargo, y hay ocasionales tiroteos, cuando las armas robadas son disparadas al cielo, en aparente celebración de la súbita libertad para hacerlo (a los libios comunes no se les permite poseer armas, mucho menos dispararlas). Es una ciudad en estado suspendido: familias enteras entran y salen en automóviles de la principal guarnición, donde Kafafi tenía una villa, mirando embobados un lugar que antes les estaba vedado.

Sobre las paredes, la gente ha dibujado el retrato de Gadafi en una variedad de aspectos injuriantes y, en graffiti en árabe y en inglés, dan rienda suelta a toda clase de insultos: Gadafi es un perro, un traidor, un agente –extrañamente, en algunos, de los norteamericanos o, también, de Israel. Paseando ayer, al crepúsculo, con un par de amigos, encontramos a un grupo de jóvenes, de ocho a doce años, quemando un auto en un baldío y haciendo un montón de ruido mientras tanto. No parecía algo que hubieran echo normalmente; algunos adultos observaban, pero no les dijeron que se detuvieran.

En el puerto, varios ferries –griegos, argelinos y sirios –llegaron ayer para retirar a cientos de trabajadores indios, sirios y bangladeshíes, que se habían congregado con sus pertenencias para ser transportados a salvo en los barcos comisionados por sus respectivos países –es decir, todos menos los infelices bangladeshíes, que parecen no tener autoridad alguna que hable por ellos. Se hallaban en una zona abierta del dock, contemplando débilmente a los sirios e indios, cuya partida no estaba en duda. (Cuando la crisis concluya, habrá posiblemente una falta masiva de trabajadores en Libia: los filipinos trabajan en los campos petrolíferos y las filipinas son enfermeras en los hospitales; los bangladeshíes trabajan en la construcción y como empleados no calificados; los sirios, se dice, predominan en las casas de kebab y shisha).

El lunes por la tarde, llegó la noticia de un ataque aéreo contra un depósito de armas a una hora al oeste de Benghazi. Como todo aquí, los detalles del ataque resultaban difíciles de determinar. Algunos amigos en busca de ellos fueron hoy hasta una base militar donde los soldados se lo confirmaron, pero apuntando más al oeste, y les advirtieron que no fueran allí porque había “bandidos”. Volvieron a Benghazi desconcertados. Cuando intenté preguntar a un oficial de las Fuerzas Especiales qué planeaban hacer más allá de esperar por lo desconocido en sus barracas de Benghazi, se puso a la defensiva y sugirió que realizara un servicio público para los libios y me fuera a “buscar la línea del frente”. También él señaló hacia el oeste.

En una barbería, el martes, entró un religioso barbudo y entregó un volante a los barberos. Les pidió que lo colgaran. Lo leyeron en voz alta para los clientes: era una llamada a la plegaria que pedía a la gente de Benghazi que se reuniera en un estacionamiento cercano al puerto a las 3 A.M. del miércoles. Sugería que si iba suficiente gente, con la voluntad de Dios, el poder de las plegarias podría acelerar la salida de Gadafi y la liberación de su país.

Benghazi (2)

La ciudad libia de Benghazi está a dieciséis horas de carretera si uno conduce desde El Cairo, capital de Egipto, dispuesto a romperse el cuello. Las dos ciudades norafricanas están interconectadas por ese listón de camino y, también, por sus respectivas y recientes “liberaciones”, obra de manifestantes antigubernamentales.

En ruta hacia allí, el sábado, el lado egipcio de la frontera funcionaba. Esto es, había guardias fronterizos y funcionarios de inmigración, que, en salones atestados por el caos de cientos de refugiados que huían de Libia –en su mayoría, trabajadores bangladeshíes y vietnamitas—, sellaron mi pasaporte y se despidieron de mí y mis compañeros. Allí lo “ordinario” se acababa, porque pasar a Libia suponía atravesar media milla de tierra de nadie hasta un puesto fronterizo que, una vez cruzado, nos dejaría librados a nuestros propios medios en la “nueva Libia”.

Fuimos recibidos por un puñado de jóvenes entusiastas que actuaban como guardias y que nos ofrecieron tazas de té caliente y dulce. Nos mostraron su bandera –la vieja bandera real de Libia, roja, verde y negra, no la simple tela verde de la era Gadafi–, que habían izado. Querían que les tomáramos una foto frente a la bandera, como si, al hacerlo, de algún modo convalidáramos el cambio en su país, que todavía parecía tan precario. Los edificios alrededor estaban cubiertos de graffiti y abandonados, y, más allá, se extendía el desierto.

La libertad conceptual de Libia parecía un espejismo hasta que condujimos otras seis horas a través de una tierra casi desprovista de gente, un paisaje que alternaba desierto y onduladas, fértiles pasturas de granjas, y llegamos a la antigua ciudad fenicia de Benghazi, con sus descuidados edificios itálicos de la era colonial. Fue aquí, la semana pasada, en un castigado tribunal sobre la cornisa que da al mar, donde una revolución tuvo lugar y, después de varios días de violenta confrontación, puso al “pueblo” al frente de Libia oriental.

Dos horas después de llegar, me hallaba en el tribunal, ahora cuartel general del Benghazi revolucionario, afuera del cual pululaba una multitud de cientos. Tres efigies de Gadafi colgaban de un mástil y el mar estruendoso se alzaba al otro lado de la calle. La multitud comenzó a cantar –grandes cantos rítmicos que sonaban a música. Me paré en un cuarto, arriba, observando la escena con uno de los líderes voluntarios de la ciudad, Iman Bugaighis, una mujer de cuarenta años, miembro de la facultad de odontología en la universidad local. Le pregunté qué cantaba la gente. Mientras me lo decía, fue sobrecogida por una súbita e inesperada emoción y comenzó a llorar: deseaban la muerte a Gadafi, dijo. Luego, incapaz de trasladar fácilmente el juego de palabras entre los hombres y mujeres reunidos abajo, que se hallaban en grupos separados intercambiando frases de aquí para allá, en un resonante ida y vuelta, dijo: “Lo que tratan de decir es todo lo que no pudieron decir durante cuarenta y dos años. Lo que dicen es que no están más dispuestos a vivir con vergüenza”. “¿Qué es la vergüenza para ellos?”, le pregunté. “Gadafi”, dijo ella. “Él es nuestra vergüenza”.

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Video

Batalla de Brega

http://www.newyorker.com/online/blogs/newsdesk/2011/03/libya-front-lines.html

http://www.youtube.com/watch?v=Rh7saii40CE